Después de varias semanas en las que anduvo de recorrida por Bibliotecas suburbanas en busca de nuevas y mejores formas de catalogación, Betty se sentó ayer a la tarde sobre un extremo de mi escritorio, y mientras se acomodaba el saquito que marcaba para ella el fin del verano, me largo sin preámbulos la narración de todo su tour libresco.
De lo que me contó quedan más fichas e inventarios por hacer, y una sarta de detalles excesivos, excepto por el relato fingidamente desinteresado del encuentro fortuito con un referencista de Bragado que alguna vez la tuvo a mal traer.
Y así, mientras en la radio se escuchaba un tema pegadizo y la Biblioteca iba quedando vacía, Betty no tardó en despacharse con la inquietud de lo que ya no recuerda, y una catarata de preguntas acerca de las minúsculas decisiones que definen una serie de cataclismos y determinan un destino en el que todas las demás opciones se clausuran silenciosamente.
Para cuando llegó a buscarnos María Luisa, ya estábamos en silencio, pensando las dos, creo, en que el recuerdo de las grandes decisiones puede hacernos creer que es posible evaluar también los grandes errores; saber que cosas evidentes como decidir juntar tu biblioteca con la de tu amor, irte al otro lado de un mar o un río, cambiar los libros de química por una mochila y una carpa, son la prueba más evidente de que es posible desviar el rumbo. Pero lo otro, lo mínimo, el subte que no tomamos o la calle que cruzamos demasiado rápido, lo que se nos ofrece o nos acecha cuando estamos distraídos en lo demás y pudo haber hecho toda la diferencia o ninguna, eso es aterrador y demasiado para poder soportarlo en, digamos, una tarde de domingo.
Un rato después, la serie de chismes que había traído María Luisa nos separó blandamente de esa dimensión donde todo o casi nada podía ser un error, y nos limitamos a decidir que era mejor dejar el té en pos de un vermucito temprano, aunque eso trajera consecuencias irremontables.