domingo, 8 de marzo de 2009

Feria americana

Víctima de una de esas lluvias que por varias semanas insistieron en agarrarla desprevenida, Betty entró a la Biblioteca con la cartera aferrada al pecho, el rimmel un poco corrido y una media sonrisa culposa. Y después de deshacerse de la bolsita transparente con la que había intentado proteger inútilmente el brushing recién hecho, explicó otra vez la seguidilla de olvidos de paraguas que la había dejado a la intemperie por el resto de la temporada.
Mientras el único socio presente en la Sala de Lectura miraba por la ventana el final del chaparrón, Betty se acomodó en su escritorio y sacó del cajón del medio, con una displicencia demasiado impostada, una libretita negra repleta de su caligrafía prolija y apretada. Y avanzando muy despacio de una página a otra, se ocupó por un par de horas de completar los pocos blancos que quedaban, con una voluntad hecha a fuerza de evidente horror vacui.
A la hora del cierre, y con el tecito ya en la mano, Betty levantó la vista de las hojitas repletas y comentó lo lejana que parecía la tormenta. Y sin decir “agua va” se lanzó con la enumeración caótica de las cosas que esperaban en una caja etiquetada como “objetos perdidos”, que estaba en el depósito y que debería llamarse, si uno consideraba la estricta circunstancia que los había hecho convivir originalmente, de “objetos encontrados”. Y me contó además, de la diferencia entre lo que puede preferirse dejar olvidado, y de los riesgos que entrañaba devolver o reclamar algunas cosas, y de los momentos raros pero lúcidos en los que se tiene la certeza de que querer recuperar algo es más costoso que buscar un sustituto.
María Luisa y yo, atentas a las circunstancias, pero tan desorientadas como siempre, estamos pensando la posibilidad de una feria americana y una tarde de Gancia y canasta.

domingo, 4 de enero de 2009

Enmienda 2009



Más preocupada por el brindis de fin de año que por dar explicaciones acerca de su larga ausencia, Betty entró la otra tarde a la Biblioteca cargada con dos cajas de Ananá Fizz, diez turrones y el convencimiento de que semejante esfuerzo no tenía consecuencias para el lumbago que la tiene a mal traer desde hace meses. María Luisa, el referencista, el auditor en jefe y yo misma corrimos a asistirla, un poco fastidiados a esta altura por esa mezcla de negación y voluntarismo que se vuelve tan propia de Betty por estas fechas.
Sin embargo, el nudo de brazos y recriminaciones en el que terminó el salvataje de urgencia, dejó que apareciese, lento pero seguro, el espíritu comunitario que se había quedado afuera de todas las previsiones de fin de año para la Sala de Lectura: Betty, arreglándose la blusa estampada con minúsculos arbolitos de Navidad y renos sonrientes, propuso sin más que tratáramos de repetir el entuerto de extremidades con las copas de plástico en la mano y bien cargadas de espumante, mientras hablaba de la buena predisposición de los turrones para durar de unas fiestas a otras.
Y mientras conseguía que el auditor abriera las primeras botellas, se despachó con la lista de previsiones para el brindis, que incluía la prohibición de uso de la mano derecha, la indiscutida mirada a los ojos, la interdicción sobre el agua, el sorbo antes de apoyar las copas en los escritorios y otras delicias del protocolo de la suerte y la cábala.
Para el octavo Ananá Fizz, afortunadamente las únicas reglas que quedaban en pie eran aquellas de que hay que estar dispuesto a barajar y dar de nuevo, abrir o cerrar las puertas cuando te parezca, dibujarte los mapas que mejor te cuadren y estar listo para persistir o tal vez totalmente distraído para lo que venga.