domingo, 29 de julio de 2007

Caja chica


Tratando de ajustar un poco las clavijas con el área de préstamos de la BPMP y con los socios que vienen a la Sala de Lectura, Betty me sugirió hace unos días que revisáramos algunos Reglamentos de otras Bibliotecas para buscar ideas. Y sorprendentemente nos encontramos con que muchas de ellas incluían una multa diaria de dinero como indemnización por el atraso en la devolución de los volúmenes.
Escandalizadas por lo prosaico del gesto, tiramos en el cesto de basura las pruebas de semejante aberración, pero el fantasma del resarcimiento quedó rondando los anaqueles.
Al rato, junto con el té de media mañana, Betty, con el diccionario en la mano, me comentó lo raro que le resultaba pensar que indemnización viene de indemne que es un adjetivo que “se aplica a lo que no ha sufrido daño o perjuicio en ocasión en que podía haberlos sufrido” y terminó la frase con un “já, para qué cuernos se necesita la reparación, entonces”.
Betty y yo pasamos el resto de la mañana de mal humor, calculando que ninguna de las dos quería reglamentar semejante canje con el pasado, y que de los libros habíamos pasado a los pequeños crímenes privados, sin grilla de remuneración.
Cuando vino María Luisa, supe en un segundo que Betty había vuelto a recordar lo que nuestra querida amiga tuvo de responsabilidad cuando aquel referencista tan buen mozo la dejó plantada, y que a partir de ese momento vienen negociando en silencio los paliativos.
Mientras las escuchaba charlar sobre bueyes perdidos, pensaba que aceptar un resarcimiento es aceptar también que se nos ha hecho daño y que Betty, qué pena, decidió hace mucho tiempo que la ignorancia del otro, del que podría reparar lo hecho, es también una forma de preservación.
Esa tarde no encontré nada a mano, pero hubiera querido leerles algo para darles a entender que de todas maneras no hay indemnización justa hasta que no se invente el olvido voluntario, que es la forma de negociación más amable, cuando se puede, pero también la más difícil.

domingo, 22 de julio de 2007

Ciencias de la Comunicación

El jueves, justo después de terminar el turno de la mañana, tuve que contener a Betty, que había viajado como siempre en el tren desde Banfield y venía más despeinada que de costumbre.

Sentada ya con el tecito que le preparé, me explicó que un señor “muy bien”, sentado frente a ella en el vagón casi vacío, miró a la querida Betty directamente a los ojos y se dedicó a inflar su mejilla, la de él, para ser precisos, una y otra vez empujándola con su lengua rítmicamente desde adentro. La persistencia en el gesto silencioso y la mirada cada vez más desorbitada del extraño llevaron a Betty, siempre tan considerada, a preguntarle si estaba bien o si necesitaba algo. Pero la respuesta ante esta disponibilidad hizo que Betty saliera rápidamente del vagón y que, además, se negara sistemáticamente a repetir la frase en la BPMP considerando escandalosa la idea misma de que todavía pudiera recordarla.

Un rato después llegaban a la Sala de Lectura el encantador grupito de estudiantes hipoacúsicos que nos visitan cada tanto, revolucionándolo todo con su gesticulación desbordada. La ligera angustia que suele asaltarnos ante la posibilidad de confundir los ejemplares que solicitan si no lo hacen por escrito fue, esta vez, más de lo que Betty pudo soportar.

Atrincherada en el depósito, insistió durante horas en la necesidad de evitar cualquier tipo de gesto que contaminara nuestra comunicación, propuso incluso que sólo nos mandáramos mensajes escritos, se explayó sobre la tristeza o la alegría falsa que pueden traer siempre las malas interpretaciones en los diálogos. A la noche, la acompañé hasta la puerta de su casa y la empujé con delicadeza en el umbral para que entendiera que me iba, pensando en la sinceridad de sus buenas intenciones pero también en cómo haría para explicarle que ni la más perfecta caligrafía la va a salvar de las interpretaciones desviadas, que “pasame la sal” es el límite más o menos aceptable de una comunicación y que el resto, incluso sin hablar, es un acuerdo precario pero posible que algunas veces podría darnos cierta felicidad .

viernes, 13 de julio de 2007

Fondo blanco

Betty insiste en que con una medidita de Baileys todas las mañanas le sería mucho más fácil enfrentar las tareas del inventario. Puede ser, pero no puedo dejar de pensar en el peligro de la escalera y el plan de evacuación que terminamos de diseñar con la gente de la oficina de Higiene y Salud de la municipalidad.

domingo, 8 de julio de 2007

Cindor

Hace días que tres simpáticos estudiantes del nivel medio de educación vienen a la BPMP con el fin de preparar una clase especial que les han encomendado. Son una chica y dos muchachos a los que invariablemente les ofrecemos un té que nunca aceptan, mientras sacan de sus mochilas cajitas de Cindor y barras de cereal, sabiendo tanto que no se puede traer alimentos a la Sala de Lectura como que esa prohibición solo alcanza a quienes Betty y yo consideremos desagradables.
Con esa misma blandura que percibieron en sus anfitrionas desde el primer día, se aceptan entre sí las bromas más crueles y se maltratan, con una confianza inconmovible en el afecto que se profesan. De vez en cuando, el juego del cariño implícito los lleva hasta el límite de lo imposible, y entonces se hunden en la lectura y bufan impacientes sobre los papeles esperando la llegada de la calma. Entonces es siempre ella la que encuentra el modo de hacer que los otros vuelvan a mirarse, propone un modo de acuerdo, despliega un talento innato para el diálogo.
El fin de semana largo los ha separado de nosotras, y es imposible saber lo que vendrá, pero la chiquita del trío ya no parecía tan cómoda en su papel cuando la escena volvió a repetirse el último día, y Betty y yo supimos que estaba llegando al límite de lo que puede exigirse al propio talento.
Es lo más seguro, sin embargo, que respire profundo, se tome un traguito de Cindor, se entregue a lo que se espera de ella y pague las consecuencias de su patología conciliadora cuando ya esté en edad de ir al vigésimo quinto aniversario de su promoción. También debe estar disfrutando de algún modo, pero Betty y yo estamos grandes para esto y pensamos seriamente en reservarnos el derecho de admisión, con el fin de no asistir a semejantes estructuraciones de la personalidad.