Al rato, junto con el té de media mañana, Betty, con el diccionario en la mano, me comentó lo raro que le resultaba pensar que indemnización viene de indemne que es un adjetivo que “se aplica a lo que no ha sufrido daño o perjuicio en ocasión en que podía haberlos sufrido” y terminó la frase con un “já, para qué cuernos se necesita la reparación, entonces”.
Betty y yo pasamos el resto de la mañana de mal humor, calculando que ninguna de las dos quería reglamentar semejante canje con el pasado, y que de los libros habíamos pasado a los pequeños crímenes privados, sin grilla de remuneración.
Cuando vino María Luisa, supe en un segundo que Betty había vuelto a recordar lo que nuestra querida amiga tuvo de responsabilidad cuando aquel referencista tan buen mozo la dejó plantada, y que a partir de ese momento vienen negociando en silencio los paliativos.
Mientras las escuchaba charlar sobre bueyes perdidos, pensaba que aceptar un resarcimiento es aceptar también que se nos ha hecho daño y que Betty, qué pena, decidió hace mucho tiempo que la ignorancia del otro, del que podría reparar lo hecho, es también una forma de preservación.
Esa tarde no encontré nada a mano, pero hubiera querido leerles algo para darles a entender que de todas maneras no hay indemnización justa hasta que no se invente el olvido voluntario, que es la forma de negociación más amable, cuando se puede, pero también la más difícil.