Pero María Luisa no dejó pasar la oportunidad evidente de la comparación y, elocuente y discreta a la vez, nos habló por un rato de la combinación de distracción y conformismo con la que a menudo uno acepta las palmeritas, y hasta las disfruta, y pasa alguna tarde creyendo que son una buena compañía y un modo de alegría; pero también nos dijo de cómo el chocolate suizo sigue siendo la mejor opción, aunque suponga algún esfuerzo conseguirlo y no se encuentre en cualquier panadería del barrio.
Cuando íbamos por la segunda taza de té, Betty agregó algo como que a veces incluso uno puede cerrar los ojos e imaginarse lo que no es, y que también hay palmeritas que hacen el esfuerzo y vienen bañadas en chocolate pero que la naturaleza de la palmerita, por más voluntad que se ponga, se desnuda en el primer mordisco concienzudo. Después de un rato, entre todas sabíamos, aunque ya había oscurecido y no nos veíamos las caras, que alguna vez por apuro, fiaca o falta de perspectiva nos habíamos confundido en el acompañamiento para la merienda, pero que la cuestión era saberlo, y reconocerse a uno mismo la conciencia de sí que le sobra al chocolate y que en la palmerita, encima de todo, brilla por su ausencia.